LAS VENTANAS
A la edad de doce años fui consciente de mi fascinación por las ventanas.
Eran las seis de la
tarde, llovía, y estaba enamorado.
Después, muy poco tiempo después, a los catorce años, prefería las calles con casonas y edificios coloniales, por los balcones, por los añosos balcones hermosos en su ritual de helechos y geranios, hermosos en sus ventanas con sugestivas cortinas transparentes, ventanas con promesa de algo furtivo, de un fugaz encuentro de miradas.
A los diecinueve años descubrí la misteriosa causa de mi fascinación por las ventanas.
Tomaba clases particulares de pintura en un atelier de la calle Caseros -Córdoba, Argentina-, calle famosa por sus casas coloniales. Una noche, en la cocina, seis metros cuadrados de risas, llantos, amores, odios e ilusiones guardados en la memoria de un piso de ladrillos y paredes a la cal, Tatá Giménez, mi profesora, me contaba momentos de su vida artística -sus triunfos- en Italia y en España.
Yo la escuchaba sin poder quitar los ojos de la ventana. No miraba hacia fuera, observaba las gotas de vapor condensado que, al juntarse, creaban fascinantes laberintos en los empañados vidrios de una pequeña ventana de madera. Vapor condensado porque afuera era invierno de dos grados bajo cero, y adentro, la sopa en gestación transpiraba en la ventana.
Mucho tiempo antes, en otra cocina -también cercada por el frío-, mi abuela nos contaba historias de su infancia mientras la sopa perfumaba el aire: “el ajo y el cilantro son fundamentales” -decía abuela- mientras los vidrios transpiraban, y su voz y sus historias, nos perfumaban el alma.
Desde entonces amo la sopa, y me fascinan las ventanas.
Otro día les cuento el posible por qué de mi amor por los balcones, si es que el amor necesita de un por qué, o de una explicación, de alguna causa.
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