Diario de Katy

 

EL DIARIO DE KATY





Katy está en su cuarto, tiene el pijama puesto y lee su diario. Se lo regalaron hace tres meses para su cumpleaños número 11; también le regalaron una pecera redonda con dos peces rojos, porque a Katy, desde niña le fascinan las peceras redondas y los peces rojos; tanto, que fue lo primero que escribió en su diario: “¡estoy feliz, tengo mi pecera y mis peces rojos! Lo segundo que escribió es que estaba triste porque sus amigas y amigos, sus primas y primos no vinieron a la fiesta por la cuarentena y la pandemia.


De piernas cruzadas sobre la cama Katy, se divierte releyendo algunas páginas y viendo los dibujos hechos para la ocasión. Le causa gracia el relato de la pelea con su hermano Benjamín, por eterno rollo de tocarle sus cosas. “Ya no lo quiero más” escribió en letras grandes y apuradas. Pero en la página siguiente hay un dibujo en el que se los ve abrazados y rodeados de corazones, prueba indiscutible de reconciliación.

En otro dibujo se ve a Rafael, el papá de Katy, haciendo abdominales. Al costado del dibujo, en un globito se lee: “¡Puff, muero de risa!” porque su papá tiene puestas unas viejas licras de cuando estaba soltero, practicaba ciclismo, y no tenía esa barrigota que ahora pretende rebajar. 


A la mitad del diario, y escritas con lápices de colores, están las frases tomadas del grupo que comparte con sus tres amigas del alma: Daniela, Popy y Julieta. De Daniela había copiado “extraño la escuela y los recreos con mis amigas”. De Popy, un lapidario “Julio Santiago resultó ser un bobo”, y de Julieta había copiado: “lástima que sea por la pandemia, pero, qué bonito es ver a los animales en libertad”. Eso fue cuando en la tele se les veía andar por las calles de ciudades de todo el mundo.


Los primeros días no sabía qué escribir. Comenzaba la cuarentena y todo le parecía aburrido. Pero después, los juegos en casa, la rutina de ejercicios con su papá, los cuentos que inventaban juntos, y cocinar con Benjamín, se convirtieron en páginas y más páginas de comentarios y de dibujos. 


Dos golpecitos en la puerta interrumpieron su lectura. Era su papá; le decía que vendría  a apagar la luz y darle el beso de las buenas noches.


Katy cerró su diario y lo guardó, como todas las noches, bajo la almohada. 


Cuando vino su papá ella insistió en que quería un cuento. Lo inventaron juntos. Fue la historia de una niña que se hace amiga de las gaviotas, y con ellas aprende a volar.

 

Después del cuento y del beso, el cuarto quedó en penumbras. 

Katy se durmió con la sensación de haber volado.


En mitad de la noche la despertó el bullicio de las gaviotas. Al abrir los ojos las vio por todo el cuarto. Las que estaban a los pies de la cama señalaban hacia la ventana, y todas le instaban a salir. Katy quiso ponerse unos zapatos pero le dijeron que no era necesario porque ella ya sabía volar.

Atravesó la ventana y se fue con el grupo. Bajo la luz de la luna llena sobrevolaron el mar. Katy experimentó la magia del bramido del viento en sus alas y el vértigo de caer en picada, a toda velocidad, para luego, con una ligera torsión de alas, quedar a centímetros de las olas, ejecutando un vuelo rasante que era como un grito de libertad.


De pronto el grupo se eleva, da un giro y queda como escolta de una manada de delfines. Al verles Katy no podía creer tanta belleza, tanta fuerza y armonía.  

Cuando una espesa nube ocultó la luna, la manada dejó de estar visible. Al regresar la claridad, Katy no vio a los delfines. Colocándose en la cabecera del grupo, tomó el control de la bandada y la dirigió hacia la franja de mar que va desde el cerro hasta el faro, pero los delfines no estaban allí. Reflexionó unos segundos y fue hacia el Morro. Tampoco estaban por allí.


Triste y desilusionada, Katy se despidió  del grupo y puso rumbo a su casa, convencida de que ya no vería a los delfines.

Al atravesar las dunas algo le dijo que debía regresar al Morro. Giró, ganó altura, y a la luz de un espléndido amanecer, vio a la manada de delfines dirigirse mar adentro. De tanto en vez formaban un círculo perfecto, y turnándose, daban saltos en tirabuzón. Era una manada de más de 40 delfines. Eran hermosos, eran imponentes, y dos de ellos, eran rojos. Katy les acompañó varios kilómetros mar adentro, para luego regresar sabiendo que lo que había visto era una metáfora de vida y libertad.


Despertó algo aturdida; miró a su alrededor... Por la ventana entraba la luz de la luna. ¿De la luna? ¿Cómo era posible si había visto a los delfines ya bajo la luz del amanecer…

Confusa y desorientada se quedó un largo rato en silencio, la mirada fija en la pecera, en los dos pececillos rojos.


Como todas las mañanas, su mamá vino a despertarla minutos antes de las ocho.

Katy estaba con su diario abierto, y pidió unos minutos antes de ir a desayunar.


Tomó su bolígrafo y comenzó a escribir.

Querido Diario, hace unos días la maestra nos pidió que redactáramos lo aprendido en esta cuarentena. Comencé diciendo que me había dado cuenta que extraño la escuela y a mis compañeros y compañeras de clase. Escribí también que había aprendido que estar en casa es más divertido de lo que pensaba, porque hacer galletas con la receta de la abuela; diseñar una huerta con papá y Benjamín; y hacer pajaritas de papel (cosa que aprendí en youtube ) eran tareas geniales y divertidas.

Pero creo que lo más importante que aprendí es que cuando hago algo que no está bien, puedo disculparme sin sentir vergüenza, porque papá y mamá nos piden disculpas sin vergüenza cuando nos contestan mal por estar preocupados o nerviosos. 

Como ya no me pongo colorada, ni siento vergüenza, voy a pedir disculpas por algunas cosas que hacemos los humanos. 

Comenzaré por disculparme con los animales que encerramos en zoológicos, que están solos y aburridos y muy lejos de su casa y su manada. Pediré disculpas a los animales a los que enseñamos a hacer piruetas y morisquetas en circos y en piscinas, porque les enseñamos todo eso con gritos, golpes y amenazas, y lo que es peor, les quitamos su libertad y su esencia. 

También pido perdón a los pájaros que están en mi patio, encerrados en una jaula. Perdón por quitarles el placer de volar y su libertad. 


Y pido especial perdón a mis dos pececitos rojos, por haberles castigado a un encierro en el que no tienen a sus papás para quererlos y cuidarlos; en el que no tienen a sus hermanos, o a sus amigas y amigos para jugar con ellos y descubrir el mundo.


Katy dejó de escribir, pensó durante unos minutos, y terminó así: “Ahora, querido Diario, te cuento que tengo dos deseos para cuando se levante la cuarentena. El primero es abrazar a mis amigas y amigos, a mis primos y primas que tanto extraño. 

El segundo es ir con Benjamín y mis papás al río: quiero liberar a los dos hermosos seres que injustamente tengo encerrados en una pecera en mi cuarto”.

Katy levantó la vista y se despidió de su diario escribiendo: “Me tengo que ir porque acaban de pasar unas licras con barriga, lo que indica que es la  hora de ejercicios con papá”.

FIN

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