El Bar de Nini
El bar del Nini
El cura Nuñez era español, tenía el cuerpo menudo, la cara flaca, el insulto fácil, y una pistola al cinto. Los domingos, atragantándose con los tortellini de mi abuela, solía decir: “joder, las cosas van mal en Europa”. Mi abuelo Guido, italiano del norte, invariablemente respondía: “en España, sí, y todo por culpa de los republicanos, pero en Italia, ¡Ah, en Italia stiamo tutti bene grazie al Duce!”. Mi abuela Teresa, también italiana del norte (para más señas, socialista), farfullaba algo nada elogioso sobre las mamás de Primo de Rivera y del mentado Duce, y, dado el carácter nada tranquilo de su esposa, mi abuelo dejaba las cosas así, y el cura, temiendo que un escándalo interrumpiera el almuerzo, cambiaba de tema.
A la mesa estaban sentados mis futuros tíos; Julio, de 20 años, Alfonsa de 18 y Luisa de 16. También Adelio (mi futuro papá) quien para le época contaba con 15 añitos.
Esta escena tenía lugar en la Argentina del ´41, en la portuaria ciudad de Rosario, específicamente en el “Tiro Suizo”, un barrio cerca del frigorífico Swift, en el cual vivían inmigrantes portugueses, judíos de todas partes, alemanes, polacos y muchísimos italianos y españoles que, sin duda hubiesen querido venir a la Argentina con visa de turista, pero que por algunas diferencias de opinión, raza y/o religión con los mandamás de turno en sus países, -o porque cerca de sus casas caían bombas-, no habían podido cumplir esa formalidad.
Con base a la situación en Europa, a quienes supongan que esta mescolanza de nacionalidades reunidas en un mismo barrio, pudiera provocar acaloradas discusiones, les diremos que están en lo correcto; para ser más concretos, diremos que no pocas discusiones tenían lugar los días domingo, a media mañana, en el “Bar del Nini”, o mejor dicho, de la mamá de Nini.
A eso de las diez, el pequeño local se poblaba de acentos, y las mesas de los innumerables platitos de las típicas “picadas”, donde no faltaba el queso cortado en daditos, y el salame, rebanado en finas rodajas, y picles, maníes y papas fritas; platitos que se iban vaciando y renovando en medio de la conversa y las partidas de mus, tute, dominó y truco.
Cuando al calor del juego la euforia de un “¡real envido, carajo!” sacudía las mesas, tintineaban los vasos con los infaltables Gancia o vino tinto.
Algunos parroquianos preferían quedarse al margen, cerca de la ventana. Eran los lectores de diarios.
Hasta aquí, una típica y plácida estampa dominical de la Argentina del ´41, en un bar regenteado, básicamente, por inmigrantes.
La típica estampa cambiaba de tono cuando alguno de los lectores de periódico, mostrando un titular, o leyendo un fragmento de algún artículo, con estudiada malicia lanzaba un: “¡Ajá! ¿Qué me dicen ahora los partidarios de…? Pregunta mal intencionada que era respondida con chistidos, risas, sonoros pedos larga duración, y alguna que otra mirada torva.
Como el lector insistía con la lectura y las preguntas, el clima se iba poniendo tenso: algunas palabras cruzaban el aire como proyectiles, y un “¡quiero retruco, carajo!” sonaba a puteada o cachetazo. Llegados a este punto, alguien decía entre dientes algo en polaco, yiddish, italiano, alemán y/o portugués, lo cual era interpretado como un insulto al que se respondía con un estridente “¡cagones, loque tengan que decir, díganlo de frente!”. Como si se hubieran puesto de acuerdo, de pronto los españoles increparan a los alemanes; los alemanes se aliaban (o enfrentaran) a los italianos; los portugueses cruzaran insultos con españoles y polacos, mientras los maníes y los trocitos de queso se convertían en proyectiles que trasladaban la guerra europea al pequeño “bar del Nini”.
En ocasiones, los más serenos lograban apaciguar a los no tanto, pero cuando la calma no regresaba, la batahola se detenía en seco cuando la mamá del Nini, sacando un 38, echaba dos tiros al aire.
Sobrevenía un súbito silencio, y la estampa ahora mostraba cuerpos congelados, narices palpitantes, y bocas y puños apretados.
Pistola en mano, la mamá del Nini hacía un rápido y desaprobatorio paneo por sobre la concurrencia, y lenta y parsimoniosamente recogía alguna de las sillas desparramadas durante la contienda. Luego desaparecía unos segundos para reaparecer con una escoba que ofrecía a nadie en particular, sino al grupo todo, manera de hacer entender que todos eran responsables de aquel desastre. Entregada la escoba, abandonaba la escena con soberbia dignidad.
En absoluto silencio se ordenaban las sillas; se recogían y reponían las cartas sobre las mesas, y se acomodaban ropas y ánimos mientras se barría minuciosamente el piso hasta eliminar todo rastro de batalla.
Cada uno se concentraba en su tarea sin levantar los ojos ni mirar hacia los lados, como si fuesen niños regañados.
Cuando ya casi todo estaba en su sitio, alguno del grupo, hablando un español con acento polaco, yiddish, italiano, alemán o portugués, decía: “¡qué vergüenza…, somos compañeros de trabajo; nuestros hijos juegan juntos; estamos aquí huyendo del hambre y de la guerra y…” -El hablante hacía una dramática pausa, miraba a cada uno, y sacudiendo negativamente la cabeza remataba con un: “¿qué van a pensar de nosotros los argentinos, qué va a pensar de nosotros la mamá del Nini?”.
Cabezas gachas; vergüenza general, hasta que reapareciendo en la escena, la mamá del Nini decía: “¿qué voy a pensar?, pienso que son unos cabrones cabeza caliente como yo, por eso los quiero como si fueran de la familia! ¡A cambiar esas caras, carajo, que hoy es domingo, y la próxima vuelta va por la casa!”
La estampa ahora mostraba alegría general, apretones de mano; algún abrazo y palmadas en la espalda acompañadas de sinceros pedidos de disculpas.
Los argentinos (que los había: recordemos que estamos en Rosario, Argentina) entraban en la discusión sin acalorarse. Se dividían entre los que sostenían que el gobierno nacional apoyaba tácitamente a los alemanes, y los que sostenían que Argentina tenía una política más que neutral.
Sería justo aclarar que los argentinos se mostraban calmos pero no por un ejercicio de mesura, sino porque no era una discusión tan apasionada como las que suscitan los clásicos del fútbol, digamos un River Plate vs. El Boca Juniors, por ejemplo.
A eso de las doce cada quien se disponía a regresar a casa para presidir el almuerzo dominical.
El cura Nuñez iba por los tortellini de mi abuela; y el resto, como vivían en el mismo barrio, se iba en grupos haciendo cálculos sobre los resultados de los partidos de fútbol de la tarde.
Ya comenté que tanto inmigrante se debía a la guerra en Europa. Lo que no mencioné es que recalaban en Rosario por ser una ciudad portuaria a la que llegaban cargueros y mercantes de todo el mundo.
Terminada la guerra, Argentina enviaba barcos repletos de trigo y alimentos hacia Europa, los que regresaban repletos de inmigrantes que venían con la ilusión de “hacerse la América”.
El Tiro Suizo, conocido en Europa por las cartas que cruzaban el océano, crecía desordenadamente por allí recalaban los recién llegados.
En el bar del Nini ya no era la guerra, sino Perón y Evita, quienes dividían las aguas. También los nuevos contingentes de inmigrantes: “somos demasiados -decían algunos-, habría que poner un límite”. Otros respondían: ”¿qué hacemos: les damos una patada en el culo y los mandamos de regreso a casa…?”.
Mientras esas discusiones se daban en el bar del Nini, el cura Nuñez, para sorpresa de muchos, intervenía poco, tomaba su cerveza en silencio, comía su maní, y se iba sin mayores comentarios.
En diciembre sorprendió a los feligreses cuando en vez de narrar los hechos de la anunciación y del nacimiento de Jesús, se explayó sobre el milagro de los panes y los peces que dieron de comer a una multitud.
Contó que en esa multitud había en guerra permanente con los agricultores. Que había partidarios de seguir bajo la tutela de Roma, enfrentados a los que querían librarse de ellos.
Refirió que en horas de medio día, los que acompañaban a Jesús sugirieron despedir a la muchedumbre -antes de que les dispersara el hambre-, pero que Jesús hizo un gesto negativo y pidió sacar todo lo que ellos tuviesen para comer y lo dispusieran en tres cestas frente a la multitud reunida.
Ante los atónitos parroquianos, que aún no comprendían de qué iba la cosa, el cura dijo que abriéndose paso por entre la muchedumbre, alguien sacó de su bolsa una horma de pan que colocó junto al resto de la comida. Que otro trajo un trozo de queso; que muchos aportaron pescado salado y trozos de cordero asado, y que todo fue colocándose en las cestas de las que al cabo de un rato todos comieron hasta saciar su apetito.
Ese fue el milagro –concluyó el cura- y agregó: “espero que sepamos qué hacer con los hermanos que llegan desde Europa en busca de un mejor destino”.
Aunque abuela Teresa solía decirle al cura: “mire padre, gracias a Dios, yo soy atea”, esto no impedía que sus hijos (mi futuro padre incluido) frecuentaran la iglesia y se sumaran a la organización de las fiestas, y de todo un conjunto de acciones a favor de los más pobres; abuelo decía: “no me gusta que estén con ese republicano”, y abuela contestaba con un lapidario: “republicano y socialista, ¡gracias a Dios!”.
Para el momento del raro discurso del cura yo no había nacido; papá tenía 20 años. Otros tantos tenía quien luego sería mi tío Roberto (hermano de mamá), ambos figuras clave en todo cuanto organizaba la Iglesia.
Ese diciembre, papá y tío Roberto, siguiendo orientaciones del cura Nuñez, dispusieron todo para que la navidad se celebrara en los predios de la iglesia. Se instalaron mesas y sillas para la cena. Más de doscientos vecinos del Tiro Suizo y sus alrededores compartieron esa noche, risas, lágrimas, recuerdos, anhelos, abrazos y copiosa comida casera tradicional de varios países de Europa y de distintas regiones de Argentina.
Cuenta papá que la noche fue despedida con villancicos que cada quien cantó en su idioma natal.
Veinte años después, en el ´66, yo tenía diez años y vivía con mis padres y mi hermano a 400 kilómetros de Rosario, ciudad a la que íbamos en septiembre en ocasión de visitar a la abuela y al resto de la familia, y asistir a las tradicionales fiestas de la iglesia de La Guardia.
Pero ese año también fuimos para navidad.
La mamá del Nini y el cura Nuñez ya no estaban. Sin embargo el bar seguía en pie y tan concurrido como siempre.
Recuerdo que ese 24 de diciembre cenamos en los predios de la iglesia junto a más de 300 personas.
Papá y mamá estaban radiantes por el reencuentro con amigos, recuerdos y emociones de su adolescencia.
Recuerdo haber jugado con niños y niñas hijos de inmigrantes como yo.
Recuerdo haberme enamorado perdidamente de “Didina”, hija de italianos.
Junto a ella recibí la navidad.
De aquella noche conservo el recuerdo imborrable de los ojos de Didina; que nos tomamos de la mano cuando estallaron los fuegos artificiales..., y también a mucha gente abrazada, cantando noche de paz, en idiomas distintos.
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