El balcón de tía Luisa

 

 

 

EL BALCÓN DE TÍA LUISA

 

Tía Luisa vivía en un apartamento con balcón. Cada vez que la visitábamos iba al balcón para mirar, absorto, los techos de los autos, los árboles al alcance de la mano,  y la cabeza de la gente vista desde arriba.

 

El balcón era como un palco. 

Allí esperaba ansioso el sonido de la campana que anunciaba el inminente paso del tren. Era un momento mágico, porque el tráfico de furgonetas y autobuses, se detenía frente a la barrera baja del paso a nivel, como una manada de animales gigantescos y ruidosos. También relacionaba la escena con la película “Me compré un papá”, en la cual un niño, huérfano a causa de la guerra, ve un maniquí en una vitrina y sueña con que es su padre. En un momento el maniquí cobra vida, lo toma en brazos, y para cruzar la calle detiene el tránsito con un gesto de su mano…

Los vehículos detenidos, supongo, me recordaban esa escena.

 

Yo tenía cinco años cuando vi la película, quizá la misma edad del niño.

 

Todavía el tren no aparecía; la caravana de vehículos descendía por la avenida hasta más allá del puente. ¿Y si los frenos fallan? –me preguntaba-; ¿Y si el puente no resiste?. Mis manos apretaban la baranda del balcón y miraba la escena en puntas de pie; no parpadeaba porque creía que si miraba fijo, nada malo ocurriría (en esa época yo creía que no pocas cosas dependían de mí).

 

Al oír el silbato del tren respiraba aliviado: mi esfuerzo había evitado una tragedia…

 

La ansiedad y la excitación ponían mariposas en mi estómago. De pronto, entre nubes de vapor y fuego, una pesada y enorme locomotora pasaba arrastrando con lentitud una larga hilera de vagones, desde los cuales gente somnolienta miraba por las ventanillas. La máquina me impresionaba, pero más llamaba mi atención la gente: me preguntaba quiénes eran, de dónde venían; si su manera de reír, por ejemplo, si sus ropas y sus frutas eran iguales a las nuestras…

Entretanto, el balcón temblaba, y yo me aferraba a la baranda pensando que si la sostenía con fuerza ,el balcón jamás se desplomaría.

 

Por eso me gustaba acompañar a mamá a casa de tía Luisa: por el balcón, por el tren, y porque del otro lado de la avenida estaba el Mercado de Abasto, lo que explica el tráfico de autobuses repletos de gente y la cantidad de carros y furgonetas entrando y saliendo del lugar, tambaleándose como hormigas con una pesada carga.

 

Una vez a la semana íbamos, mamá, tía Luisa y yo, al Mercado de Abasto.

 

Para llegar a las puertas del inmenso galpón, había que esquivar gente y cargadores, pasar muy cerca de algunas carretas, todavía tiradas por caballos, a los que yo miraba  con recelo y apretado a mamá para ahuyentar el miedo.

 

Mamá caminaba rápido, y su mano, fuertemente en la mía, me daba seguridad y confianza.  

 

Una vez adentro, el zumbido incesante de las voces en la oferta y la demanda creaba una atmósfera de ensueño. Los vendedores anunciaban sus productos con frases que hacían reír a la gente y todo el mundo parecía conocerse.

Muchos conocían a mamá y a tía Luisa.

El Mercado era, todo el año, como los días de diciembre: fiesta, risas, agitación, y un tumultuoso ir y venir de gente.

 

Antes de comprar, mamá y tía Luisa recorrían los puestos apreciando calidad y precio. Caminábamos por estrechos pasillos que olían a durazno, a piña, a melón o a mandarinas según la época del año.

 

Yo me veía caminar de la mano de mamá, y me sentía orgulloso y feliz.

 

En el puesto donde compraban las frutas casi siempre me regalaban alguna. Al tiempo que daba las gracias y estiraba la mano para recibirlas, los vendedores, revolviéndome el cabello decían que yo era un niño educado, que estaba cada día más grande, que era muy parecido a mi mamá, y todas esas cosas que dicen los adultos y que a uno lo llenan de vergüenza.

 

Comía la fruta con los ojos bajos, mirándome los zapatos pero, al cabo de unos segundos, cualquier cosa me distraía: un hilito de agua se convertía en un misterioso río en medio de la selva; una pila de cajones podía ser la inexpugnable torre de uno de esos castillos donde las malvadas brujas encierran a hermosas princesas buenas.

La música de fondo era el zumbido de las abejas: había muchas, por las frutas, y porque en los puestos donde se vendía la miel, había cajones con trozos de panal.

 

Cuando mamá tomaba y apretaba nuevamente mi mano, era el momento del regreso a casa.

 

Caminábamos rápido hasta el apartamento de tía Luisa; íbamos al ritmo del muchacho que ayudaba con las bolsas.

Mis pies casi no tocaban el suelo, y eso me gustaba mucho, porque era como estar a punto de volar.

 

Crecí. A los dieciocho años hice mi primer viaje en tren, de polizón, no por no poder pagar el pasaje, sino por el puro placer de la aventura.

Con un amigo íbamos de Córdoba a Buenos Aires, a un recital de Suis Géneris, y a tomar café y leer en las librerías abiertas las 24 horas.

Como ambos habíamos leído “En el camino” , nos sentíamos parte de esa generación y  de esa aventura.

 

A los 19 años otra vez un tren. En esa oportunidad, Bolivia.

 

Desde entonces, cada vez que puedo viajo en tren, y visito los mercados.

 

En cuanto a los trenes, prefiero los más viejos, por pintorescos, y por estar cargados de historia.

 

En cuanto a los mercados –conozco los de varios países- me fascinan todos porque hay algo de embriaguez  a causa del aroma de las especies, de las formas y la policromía de los frutos del mar y de la tierra.

También embriagante es el bullicio, ese particular zumbido donde se mezclan saludos, noticias del día, cuentos de todo tipo y el infaltable regateo de las abuelas sirviendo de fondo a la picardía sutil de los vendedores que anuncian sus productos con frases que ahora entiendo, por qué, provocan algún rubor, ruidosos comentarios y sonoras carcajadas.

 

Todos los trenes me llevan al balcón de tía Luisa. 

Todos los mercados me llevan a mi madre; a la mano de mamá apretada a la mía, para que camine seguro, para que nunca olvide la maravillosa sensación de estar a punto de volar.

 

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